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EL DÍA EN QUE EL NEGRO SE TRAGARÁ AL ROJO


La primera vez que ví las pinturas de Gastón Andreatta imaginé -por su extensión y paleta- que las mismas habían sido realizadas en un espacio amplio y luminoso. Sin embargo, me confesó que tenía dificultad para extenderlas en forma completa ya que su taller era mucho más pequeño que los metros de tela requeridos para cada obra. Tuve la sensación de algo apocalíptico -en un sentido poético- donde me interesó investigar.


Y como la imaginación es algo que vuela sin restricciones, comencé a pensar en una historia posible. Una historia que tiene lugar luego de una explosión, donde todo lo humano desaparece y solo quedan objetos -muy específicos en forma, estilo y función- como prueba de que alguna vez existimos.

Paralelamente, en algún lugar recóndito y por motivos que no vienen al caso, queda un único sobreviviente que decide retratar dichos objetos con la mayor precisión posible y con una gradación en la conformación de los colores que refleja la bruma que ha quedado sobre la tierra. Bruma que se confunde con un cielo plomizo persistente y que pareciera acarrear consigo minúsculas partículas que recubren los objetos hasta invisibilizarlos dentro del desértico y abandonado paisaje.


Estas pinturas fueron la única prueba que el solitario humano pudo dejarnos como testimonio de esta epopeya. Cual arqueólogos, nos propone un estudio de los restos para reconstruir ese mundo desaparecido. Mundo del que solo dan cuenta automóviles y auto partes que el viento parece haber apilado sin razón alguna.

¿Pero por qué los autos son lo único que quedó en la tierra? Eso es muy difícil de saber, ya no está el pintor para poder respondernos esa pregunta. Podemos especular, pero terminaríamos como la pretenciosa definición de “arte rupestre” infiriendo que alguien pinto una cueva para expresarse artísticamente cuando en realidad puede que haya sido un rito o simplemente el registro de las piezas cazadas.


No nos resistamos a especular, es muy tentador hacerlo frente a una obra de arte. Siendo así, podríamos afirmar que los automóviles tienen mucha responsabilidad en el mundo que ha desaparecido. Somos animales sedentarios que se transportan para seguir comiendo y contaminando pero sin perder una caloría ni hacer esfuerzo alguno. Basta recordar la famosa explosión de consumo que llevó al Ford T a ser el objeto que toda familia americana podía tener, para transformarse luego en la casa de todos aquellos que habían perdido la propia durante la primera gran crisis económica de principios del siglo pasado.


La rueda, el carro, el auto, todos ellos son inventos que aspiraban a brindarnos una vida mejor. Sin embargo, nos llevaron a la devastación de la especie más insólita del universo –afirmación que no necesita pruebas científicas para sostenerse, ya que es imposible pensar que haya seres menos inteligentes que nosotros en cuanto a auto preservación se trata-. De la rueda nos queda lo redondo de nuestras personas, pues de lo obeso de nuestra dieta todos terminaremos rodando. Del carro, ese afán de acumulación para llevar al propio escondite y cual Tío Rico disfrutar en soledad mientras el resto carece de todo. Y allí es donde llega el auto, único sobreviviente en este entuerto porque aprendió que se puede estar quieto, sin combustible y con mal aspecto y no por ello dejar de ser objeto.


Hoy sabemos que bajo las cenizas del Vesubio quedó algo más que una ciudad y sus objetos: quedó allí toda la historia de una cultura como la de Pompeya, que aún transcurridos mil novecientos cuarenta años desde su desaparición, nos sigue sorprendiendo hallazgo tras hallazgo. Los datos científicos sobre esos últimos momentos de los habitantes son escalofriantes y pensar que lo que a ellos destruyó es lo mismo que a los objetos protegió y permitió que llegue a nuestros días nos pone en una posición cuanto menos incómoda.


Dejo entonces de lado la imaginación sobre el origen de las pinturas de Gastón Andreatta para señalar que hay una vibración muy particular en ellas. Los rojos que cubren la mayoría de sus telas esconden lo más profundo de la vida en cada pincelada. De seguro es una auspiciosa señal de esperanza, porque como lo señaló Rothko solo hay que temer una cosa en la vida y eso es al día en que el negro se tragará al rojo.

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