Al igual que Breton, Martín Lapalma busca la forma de hacer de la poesía el eje ordenador de la existencia. A través de la palabra, la línea y el color, plasma en la tela o en el papel la visión del mundo que lo rodea al tiempo que nos desafía a romper las barreras que nos separan de nosotros mismos.
Cada una de sus pinturas, cada uno de sus afiches y (más recientemente cada uno de sus dibujos), han hilado su manifiesto: una declaración de convicciones donde el estudio literario ocupa un espacio tan intenso como la pintura.
Lejos del imaginario que el arte contemporáneo propone para un artista, Lapalma se recluye en la lectura y el trabajo de su taller con la disciplina de quien se sabe poseedor de un oficio al que no se le puede dar tregua.
Viajar enriquece la mirada, construye reflexiones e inunda de ideas el espíritu. A lo largo de los años, la suma de todos los kilómetros recorridos -a un lado y al otro del Atlántico- resultó ser el catalizador con el cual Lapalma contextualiza sus obras, e inevitablemente, el filtro a través del que construye la imagen. Para ello se funde en los mitos que a lo largo de los siglos y las culturas han sobrevivido al paso del tiempo y a los límites geográficos. Los desmenuza entre sus dedos hasta encontrar en ellos un signo que lo conecte con su esencia y le permita corroborar la pervivencia de la imagen tal como la definiera Warburg.
Sin embargo, a pesar de su erudición, Lapalma prefiere estar donde está la gente: en la calle, en los afiches, donde hay color y alegría. Por eso el gesto de su pintura es tan amable a la mirada, porque sabe que la distancia es una construcción mental que no se debe fomentar. Por el contrario, debemos cruzar ese límite que nos inhibe y aleja de la contemplación para reconocernos tal y como somos: seres conectados que viven en paralelo con todo lo demás.