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PETEI MITAKUÑA ÑEMBOSARAI - UN JUEGO DE NIÑAS


¡Cuánto más sencillo era nuestro mundo en la infancia! Vivíamos días sin preocupaciones y sin responsabilidades, donde lo imaginado y lo real compartían un único plano. Un tiempo privilegiado donde los temores que impone la adultez carecían de sitio. Sin preocuparnos por lo que podría suceder más allá del momento de juego, soñando con el futuro perfecto aunque sin conciencia real del tiempo. Ese exacto momento de magia y ensueño es el que visitaremos de la mano de las imágenes que construye Josefina Madariaga.


Para abordar sus obras es importante tener presente que, las niñas de bellos vestidos y cuidados peinados, habitan un tiempo y un espacio donde los ritmos son otros y donde sus inocentes rostros no revelan huellas de lo contemplado.


Hay un dato más que nos ayudará a contextualizar la presente producción y a la vez abrirá la mirada a signos que tienen un arraigo territorial en la ciudad de Mercedes, provincia de Corrientes, cuna que atestigua la historia de al menos dos de las leyendas fundacionales de la cultura popular argentina: el Gauchito Gil y La Pilarcita


Josefina Madariaga nació en Mercedes y se formó en la Universidad Nacional del Arte (Buenos Aires, Argentina) especializándose en dibujo. Ha participado en exhibiciones grupales e individuales, ha sido seleccionada en concursos y ha sido premiada. Su más reciente distinción estuvo a cargo del Banco de Corrientes, su provincia, quien ha reconocido en sus imágenes el valor identitario litoraleño, el color de la tierra a la vera del río que hace las veces de soporte en las cerámicas y las líneas sinuosas de esas particularísimas aguas amarronadas. En esta región donde aún resuenan las arquitecturas de las misiones jesuíticas, donde el paganismo tejió historias que hoy convocan a peregrinos y curiosos en multitudinarios eventos anuales, es exactamente aquí donde todo comienza.


El funeral evoca la vida de Pilar, esa pequeña niña que bajó de su carreta en busca de su muñeca perdida y que luego fue aplastada por la inmensa rueda de esa misma carreta que la transportaba. En la imagen, advertimos que las niñas tienen sus roles asignados y sus vestidos preparados: aquí la Pilarcita voluntariamente sumerge su cuerpo en el agua -emulando quizás a Ofelia- y las máscaras que cubren los rostros del cortejo anuncian más de lo que podríamos haber imaginado a principios del año 2020. El peligro siempre es inminente. Ya no estamos seguros en ninguna parte, ni siquiera jugando al borde del arroyo con amigas. Al igual que en la pintura de John Everett Millais, las flores rodean el cuerpo que está dentro del agua. Identificamos entre ellas dos Yrupé que parecen custodiarla mientras su mirada queda absorta ante tanta triste belleza. ¿Por qué llama la atención esta flor que crece únicamente en las aguas del río Paraná? Quizás porque su flor abre una sola vez al año, de noche e imprevistamente. Sus más de cien pétalos solo pueden ser observados por quien coincida en tiempo y espacio con la magnificencia de la naturaleza, al igual que nos pasa con el arte, solo aquellos que se abren a la aventura de la experimentación podrán apreciar lo que en cada obra sucede.


Las criaturas del palmar prueban que hay esperanza en este mundo. Al menos entre las mujeres existe el abrazo de contención -todo tiempo que otra lo necesite- una mano, un brazo se extenderán por la espalda, acercando el cuerpo de la amiga hacia el propio para dar cobijo, transmitiendo que “Mientras estés aquí, nada te ha de pasar”.

Quién abraza no es necesariamente más fuerte que quién recibe el abrazo. Simplemente tiene la valentía de reconocer en el otro su propia necesidad y por eso protege en la vulnerabilidad. A diferencia de las otras niñas, la que aquí abraza tiene el cabello suelto y largo, quizás evoque a las mujeres que dejan crecer su pelo hasta que se cumple la promesa que han hecho. Estratégicamente ubicado, a la izquierda de la imagen de la niña más fuerte y contenedora, un gato parece acompañar la escena, recordando que la ternura y el cuidado son necesarios por todos todo el tiempo.

Al fondo de la imagen, como una línea divisoria entre este mundo y el otro, se divisan los palmares: un nuevo guiño de Madariaga a la vegetación del litoral.


Advertimos desde las primeras obras que para Madariaga todo tiene que ver con las texturas, los trazos, las líneas negras sobre blanco. Las carbonillas sobre tela de grandes dimensiones, narran un fragmento de la historia, nos muestran un instante en la vida de sus protagonistas. En esta imagen, las niñas parecen carecer de sus pies, o quizás sea para nuestros ojos difícil de identificar la huella que las pisadas de la infancia dejan al momento de perderse en la adolescencia. Una de ellas parece tener los puños cerrados como señal de protesta. La otra, al verla desarmada, se acerca. Sus miradas no se cruzan, por temor a revelar en los ojos de la otra la temida certeza del final de la niñez.


Del otro lado de la ribera, otras niñas han decidido hermanarse con la naturaleza, mucho más aún, han vestido al árbol para que se integre al juego. Las raíces se extienden por todo el espacio, incluso se hunden en el agua para resurgir. El ruedo del blanco vestido tiene bordes que se confunden con el suelo. Los grises van incorporando el textil a la naturaleza. Ambas sostienen entre sus manos con delicadeza el hilo que las une, mientras ultiman los detalles de una ceremonia que dará vida a la niña árbol.


Es el momento en que salen del plano: sus cabezas, sus rasgos delicados, ahora son recreadas por las manos de Madariaga en volumen. El brillo otorgado al material ilumina el rostro de cada una de ellas. Sin embargo, lo oscuro de sus miradas huecas perturban esa calidez que la pureza del blanco inspira en todas sus formas. Los peinados recogidos resaltan sus cualidades. Una parece serena, la otra con mentón elevado y sonrisa segura, luce desafiante. Carecer de cuerpo las muestra emergiendo en el espacio. Parecen disfrutar el momento, conservando la frescura del agua que las contiene y protege, mientras se desplazan por el espacio.


La niña sostiene entre sus brazos un muñeco cuyo rostro tiene una máscara. Parecen inofensivos, pero al igual que las anteriores de miradas huecas, ponen en tensión a quienes las contemplan.

Recordemos que el juego en la infancia no reconoce finales. Como en los videojuegos, la vida siempre continúa, aunque haya accidentes, aunque los cuerpos de los muñecos se desmembran, siempre se pueden rearmar, siempre se puede volver a empezar.

Por ello la máscara cubre el rostro. La niña comprende que no debe revelar aquello que a tantos asusta -especialmente a los adultos- es que sí hay un final, y ese cuerpo que ella sostiene entre sus brazos es la prueba de que el deterioro del paso del tiempo atormenta a quienes ya perdieron la capacidad del juego.


El color tiene para Madariaga una relevancia extraordinaria, que expresa a través de los pasteles en la composición de las imágenes. Decide que en algunos casos el acento de la mirada debe dirigirse a un objeto y no distraerse con otro. Nos lleva de regreso a puntos oscuros y en la narración final lo que cuenta es cuánto estamos dispuestos a enfrentar en la vida.

El oso naranja aparece como un compañero de juegos y como un objeto que recorre atinadamente el espacio permitiendo eludir o reincidir en lo narrado. Ante la sugerencia de Madariaga de un aspecto que incomoda en la conducta social, el ojo de quién se siente interpelado vuelve al oso naranja, aquél que quizás también se parezca al que han tenido en su infancia y protegió en noches oscuras de los monstruos que venían en los sueños.


El recorrido por las carbonillas y las cerámicas de Madariaga nos permite viajar al litoral argentino, a su Mercedes natal. Nos traslada al tiempo que por definición fue el más feliz de nuestras vidas, cuando todos los días eran aventura y descubrimiento. Y lo hace evocando el juego, con la misma seriedad con que de pequeños jugábamos, sabiendo que en ese momento todo era tan real como era posible de ser imaginarlo.

La niña de los pájaros azules nos recuerda que podemos sumergir los pies en el agua, escuchar la naturaleza y conectar con esa pequeña parte de nuestro interior que no teme a la muerte porque sabe que estar vivo es lo que cuenta, y esa es la única regla que tiene este juego.



Cecilia Medina


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